De lo que se entera uno

De lo que se entera uno. Solo hay que dormir en las aceras para saberlo. Condones usados, centenares de ellos, atascan los desagües. Lo menciono como curiosidad. Heces desgranadas y aguas con tacto a serrín desfilan por las tuberías zombis como un perpetuo granizo. Pero eso también es lo de menos. Desechos de carne, grandes trozos putrefactos, atiborran las alcantarillas. Todo está a punto para la siguiente inundación, en cuanto caiga el primer aguacero. Nadie sabe qué ocurre detrás de cada puerta cerrada, yo tampoco, pero aquí, donde todo confluye, puedo ver cómo se acumulan los restos, entre los que destacan los huesos y los tendones.

La gran respuesta

La gran respuesta: Dios existe. El zombi lo creó a su imagen y semejanza.

De ocho a tres

De ocho a tres de la tarde parezco uno más entre la multitud. Algo más sucio, peor vestido, más pálido, pero respiro el mismo aire calentado por el sol y me sobresaltan las mismas bocinas de los coches. A veces me dan monedas, sin que yo las pida. Con ellas me acerco al señor que vende polluelos vivos de varios colores. Los ofrece como si fueran mascotas para niños, como si los pollitos no fueran a crecer y estar de más en un piso encerado. Mastico aparte, en un callejón de los que dan miedo y huelen a orines, para evitar que los niños lloren de pena.

Hoy me siento feliz

Hoy me siento feliz. He podido hablar con Vera durante un buen rato. Lucía un nuevo aspecto, pero algo no había cambiado: era la misma mujer, extraordinaria y muy hermosa. Luego el coágulo de sangre alojado en el lóbulo frontal y parietal de mi cerebro debió disolverse, ya que Vera se esfumó, la cafetería en la que ambos charlábamos amigablemente también desapareció y yo me encontré solo, en las escalinatas de una boca de metro.

Pasión

Pasión. ¿Dónde está aquella pasión? La noche quiere abrirse, respirar de otro modo, pero domina cierto desencanto zombi. Enquistados bancos de piedra, farolas sin abrir, ventanas que emiten una misma luz turbia. ¿Acaso no me explico bien? Ocurre desde que me dieron fuerte en la cabeza. Camino solo por calles desnudas, sin entrañas que morder, y mastico luciérnagas que saben a chicle. Ya no soy un zombi, sino una andrajosa parodia de no vivo. Siento que se acerca el final y cuento los dientes que me quedan en la boca.

Justo antes de perder

Justo antes de perder el conocimiento, desfilan delante de mí los rostros de cada una de las personas a las que aterroricé (justo antes de que las devorara). Algunos sonríen como si posaran para Facebook. Otros tienen la formalidad de los DNI. Son demasiados. No me va a dar tiempo de mirarlos a todos, ni aunque les dedique una centésima de segundo, porque la oscuridad me lleva a ninguna parte. Cuando despierto, mis incómodos visitantes han desaparecido. No sé lo que significa, ni de qué manera ha llegado aquí, pero cerca de mis pies hay un álbum de fotos que tiene todas las páginas en blanco.

Moscas y bates

Moscas y bates de béisbol. Nadie vive en la calle sin pagar el alquiler: una higiénica patrulla compuesta por zombis y humanos, cinco más uno que visten de negro y cantan las mismas canciones, me encuentra tumbado en un banco de piedra de un parque público. Los nuevos chicos sacan sus instrumentos musicales y los afinan en mis costillas y en mis dedos. Luego convocan a las moscas, que acarician mi palpitante sangre negra y las futuras costras secas de mis mejillas. Son generosos: me dejan vivir, al menos otra noche.

Tres días son demasiados

Tres días son demasiados. Y entonces, ¿treinta? ¿Y trescientos? ¿Y trescientos treinta? ¿Y tres mil trescientos treinta millones? ¿Y tres eternidades? ¿Cómo se mide el tiempo cuando no hay luz solar, solo noches zombis, cuando ni siquiera llevas puesto un reloj?

Instrucciones para continuar siendo un loco

Instrucciones para continuar siendo un loco: exteriormente alejas tus brazos de la mujer zombi, y apartas la mirada de ella cuando os cruzáis, y apenas le ofreces palabras, y nunca la buscas, conforme mandan los nuevos tiempos, a los que te ajustas, pero tu yo loco la envuelve como una criatura mitológica de treinta y un brazos, y tus invisibles y torcidos rayos oculares atraviesan su cuerpo, y tus palabras mudas la asedian durante las veinticuatro horas del día, y siempre, siempre, tu yo desquiciado la persigue.

El marinero se suicidó

El marinero se suicidó. Había sobrevivido a tempestades. Había esquivado cuchillos y flechas en el trópico, y balas en Hong Kong. Venció a la malaria, a la fiebre amarilla y al dengue. Pero cuando se fijó en la hambrienta mujer zombi, se arrojó en sus brazos. Sin dudar.

Invitas a una chica

Invitas a una chica. Te rechaza. La vuelves a invitar. Vuelve a rechazarte. La invitas por tercera vez. Te pide que la dejes en paz. Insistes, a la cuarta irá la vencida. Te pide que de una puñetera vez la dejes en paz. Quinto, sexto intento. Te denuncia por acoso. Séptimo, octavo, noveno. Unos amigos suyos intentan que entres en razón, te llevas un par de empujones y una bofetada. Nada puede contigo: décima propuesta. Una llamada anónima te acusa de haberte convertido en un zombi. No hay más invitaciones. Te detienen. Ahora estás atado a una rueda de molino. La chica, que sí es zombi, está delante de ti. Se hartó de disimular, de hacerse la modosa.

Novela de gente zombi

Novela de gente zombi, dentro de mi cabeza. Unos humanos (aliteración vulgar: gente corriente y moliente), perseguidos por unos zombis (neologismos: frankensteinianos, golemianos) (y una jitanjáfora de regalo: nemotévodos de la carne viva) (o también, aliteración zombi: obsesos de la sudorosa y asustada carne viva) (figuras retóricas para un nuevo estilo: neocybergoticorrealismo zombi). La acción transcurre en un centro comercial. Ese es el punto de partida, la primera página. Le cuento mi idea a un mendigo. Alguien como yo. Está borracho. Mira fijamente mis dientes.

Hubo un despertar

Hubo un despertar en el que creí que todo había sido un sueño, que yo ahora no vivía como un mendigo, invisible, sucio, enfermo y solo, y al querer despertar creí que mi vida inmediatamente anterior, en una casa de campo y con una mujer a la que amaba, también había sido un sueño, y al querer despertar creí que el zombi irónico que fui antes de eso, el que partía cráneos como quien fuma un cigarrillo, también había sido un sueño, y al querer despertar un niño me lanzó una piedra sin motivo alguno, porque sí, y me llamo pordiosero, y para despertar definitivamente corrí hacia él, lo cogí de un brazo y le recordé a mis dientes lo que eran, dientes.

El de las frases hechas

El de las frases hechas diría que no puede soportar su ausencia, pero un zombi como yo, quemado por la lluvia roja, de amarillos y afilados y desprestigiados dientes y ciegas órbitas de polvo, arrastra las manos hacia alguien así y le parte la boca como quien coge aire.

La cosa va de limpieza

La cosa va de limpieza, de calles sin zetas y de sofás zombis forrados de plasma, de filas de a uno, de ojos quemados y de canciones niñas. Volví a la ciudad como un mendigo, arrastrando el carrito de un supermercado, con el pelo enmarañado y sucio y tan solo como una noche zombi. Nadie se dio cuenta de que yo había vuelto porque no me marché como Ulises. Las farolas extendieron sus cuellos amarillos para evitar saludarme. Dormí debajo de un puente y sobre un banco y en un portal. Y comí ratas.

Me hizo el favor de explicármelo

Me hizo el favor de explicármelo. Tierra quemada. Tierra de nadie. Donde nada prende. Has masticado girasoles blancos con una boca zombi y aquí harás la digestión, mientras las pipas se clavan dentro de ti con las puntas hacia fuera, como si fueras un puercoespín contagiado de rabia. Ignoraba que entre vosotros los hay poetas, dije antes de recibir un puntapié en la boca que me partió dos dientes.

Qué no debí hacer

Qué no debí hacer: marcharme y dejarla sola, volver cuando ella ya se había ido, creer en un mundo zombifeliz que nos dejaría vivir nuestra vida, apartar el miedo en lugar de convivir con una sospecha bastante fundada y desoír las advertencias de mi amigo Sebastián (aunque también abrí su luz y partí mis dedos y mi negra lengua zombi y chillé sin abrir los labios ni rozarla y estallé como una estrella moribunda y repartí mis átomos entre quienes los quisieron y desperté y me enamoraron sus ojos humanos marrones y verdosos, y nada de eso se pudo corregir).

Mi día de suerte

Mi día de suerte. La sangre de los conejos pinta el suelo de patas y colas, las hierbas se desprenden apuñaladas, la madera arde y canta fieramente, los escalones que conducen a la planta de arriba se lanzan a dormir un sueño bastante riguroso. El fuego consume la que era mi casa, pero es mi día de suerte, porque yo puedo contarlo desde el exterior.

El zombi que fue declarado culpable

El zombi que fue declarado culpable no tuvo juicio porque no hacía falta juez ni testigos ni acusación ni cárcel ni estrado ni códigos de leyes ni puntos ni comas

Apalearon a un zombi

Apalearon a un zombi que estaba en la casa, triste y rojo, y que sí era yo. Una banda de nuevos y negros y limpios zetas entró sin llamar. Me buscaron, me sacaron a rastras, formaron un círculo e hicieron lo que habían venido a hacer. ¿Has sentido alguna vez que todos tus huesos crujían al unísono? Fue algo parecido a escuchar un largo e inmenso acorde de diez notas. Las nubes, rojas y zombis, se escondieron detrás del sol.

La nueva soledad

La nueva soledad zombi. Entro en la casa y está vacía. Perdí los ojos de Vera detrás de las ventanas. Detrás de los visillos asoma un campo verde y azul. No está su ropa. La cama está revuelta, violada por un rocío agobiante y mustio. Detrás de mis ojos rojos asoman las primeras lágrimas rojas. Las perdí, marrones y verdosas, sus ventanas, antes llenas, detrás de las mías, zombis.

Se disparó el número

Se disparó el número de estrellas. Lejos de la ciudad, puedo ver el rastro que la leche deja en el cielo. Lo he descubierto lejos del ruido y de las luces: la noche es insoportablemente blanca. Oigo muy acolchados los ladridos de los perros y los gritos de las farolas. Nadie me pide que me ponga el uniforme zombi. No estoy en un escenario, aunque desde aquí a alguien le pueda parecer que las estrellas llenan el patio de butacas, los anfiteatros y las localidades de paraíso.

Quedas con los de siempre

Quedas con los de siempre. Entráis en un local. Todos los humanos te parecen iguales. Todos a los que te acercas suplican de la misma manera. Todo saben a lo mismo. No te agobies. Una brigada antizombi que os seguía entra en el local. Os apuntan con sus fusiles. Todas vuestras cabezas revientan del mismo modo. Ahora todo lo ves diferente.

Tu cuerpo te pide más cama

Tu cuerpo te pide más cama. Se la das. De todas formas, no vas a ir al trabajo. Qué agotamiento. Luego te comerás al menos tres conejos, a ver si así te recuperas. Pero si la sensación de debilidad no se marcha, solo tendrás dos opciones: consumirte o aparcar los escrúpulos.

Descolocado

Descolocado. Completamente descolocado. Vera, de pronto, dice: No sé cuál es la impresión que has podido sacar de todo esto, pero me parece que te estás confundiendo. Ha sido divertido, pero ya es suficiente. Lo mejor es que cada uno... Entonces se calla. Yo la observo con mi boca zombi completamente abierta. No sé qué decir. Ella está a punto de echarse a llorar. Suspira. Coge aire. Me voy a la ducha, dice. Vale, respondo. Mientras ella está en el baño, preparo algo de cena. Comemos en silencio, cada uno lo suyo. Hacemos el amor. Nos dormimos uno en brazos del otro. Amanece. Todo sigue igual, como si ella no lo hubiera dicho.