Oí ladrar a unos perros (a)

Oí ladrar a unos perros y pregunté. Claro, son perros, nuestros perros, me explicó un zeta con un círculo rojo tatuado en el antebrazo derecho. Tenían a los animales en un pequeño edificio anexo al principal. Tras una puerta de madera alta y pesada descubrí las jaulas. Había un perro en cada una de ellas. Un vigilante se acercó a mí. ¿Quiere verlos?, no tenga miedo, nos gusta enseñarlos, dijo. Ojos amarillos, mates, hundidos en una depresión, y dientes que parecían cuchillas, también amarillos, escarpados, dentro de una boca torcida. Están sedados, me explicó, de lo contrario nadie aguantaría ni dos minutos en el matadero, del escándalo que montarían. Nuestros perros. Eran como algunos de nosotros, rabiosos y ciegos. Solo querían morder.