DZ 5

Vas a entrar (f)

¿Vas a entrar a por más?, me preguntó el niño. ¿A por más qué? Comida. No. Entonces no eres tan valiente. Yo no he dicho que lo sea. ¿Qué vas a hacer, te vas o te quedas?, dije. Depende. ¿De qué depende? No sé. ¿No lo sabes? Bueno. ¿Bueno qué? Iré contigo. Meneé la cabeza. ¿Sabes andar sin hacer ruido?, le pregunté. Sí. Más te vale. ¿Dónde vamos? Lejos, dije. ¿Y cuando estemos lejos? No respondí.

No te acerques (e)

No te acerques, dijo el niño, pregunta desde ahí. Suspiré. Un chico cabezota. ¿Cuánto hace que no los oyes?, dije. ¿A los que te hacen correr? Sí. No sé, un rato largo. ¿Cuánto es un rato largo para ti, una hora, dos horas? ¿Una hora es más que media hora? Sí, es el doble. Entonces una hora es un rato muy largo, replicó el niño. Miré en dirección a la calzada. Atravesaba de punta a punta las calles desiertas. Una vía extinta que parecía un hilo acostado en una horizontal paralela a la del cielo. Una esterilla de asfalto construida a pocos kilómetros del matadero y que parecía llevar muerta mucho tiempo. ¿Sabes calcular el tiempo que dura una hora?, le pregunté. No, dijo. Entonces será mejor que te vayas.

Esperaba (d)

Esperaba a que salieran, dijo el niño. ¿Quiénes? Los que están dentro del supermercado. Yo no he visto a nadie. Miré al chico. Una mañana quieta. Un día sin nubes ni pájaros. Ventanas derramadas y negras, como ojos de muerto en unos bloques vacíos. Le pregunté: ¿Estás seguro? Sí, dijo. ¿Eran de los que te hacen correr? Sí, de esos. Contemplé el paisaje. Un azul despejado que no lastimaba los ojos, inconmovible, segado por un cono volcánico sin apenas pronunciación en el horizonte, al final de la larga y recta calzada a la que las bandas habían dejado sin respiración, la que conducía al matadero.

Quieres (c)

¿Quieres?, ofrecí. Ese truco ya lo he visto. ¿Qué truco? Enseñar algo que me gusta para que me acerque. Creo que te equivocas, los buenos invitan. Y los malos también, y luego quieren otras cosas. Tienes que comer, repliqué. Aún me sigo preguntando por qué tuve ese arrebato de compasión. Dejé en el suelo la lata de piña que había cogido de un supermercado. La señalé con una mano y esperé. El niño caminó, se agachó, la cogió del suelo y retrocedió sin dejar de mirarme. Luego se sentó y empezó a masticar piña. Despacio, sugerí. Pero el niño siguió comiendo como si se hubiera olvidado de hacerlo y quisiera aprenderlo todo al mismo tiempo, masticar y tragar.

Eres una persona normal (b)

¿Eres una persona normal?, me preguntó el niño. Supongo que sí, que soy normal. Un grito apagado rompió el silencio. El niño se estremeció y dio un respingo. Luego retrocedió. Ha sonado muy lejos, dije. Pueden venir hacia aquí. Y también puede que no, yo no me asustaría. Entonces es que eres tonto. Por ahora no me asustaría, corregí. Mi padre se ha vuelto malo, ahora es uno de ellos, dijo. ¿Y tu madre? El niño bajó la cabeza y yo enseguida me arrepentí de haber preguntado.

Vi a un niño (a)

Vi a un niño. Estaba solo, en cuclillas. Llevaba puesto un pantalón corto de color marino y una camisa a juego del mismo tono, y calcetines ennegrecidos que una vez fueron blancos, y unas zapatillas deportivas tan arañadas y sucias como las piernas que tenía al aire. Me acerqué a él. No eres uno de ellos, ¿verdad?, me preguntó. No, mentí. La mañana de un edén plácido, despejada, demasiado silenciosa. Una redada. Se los habían llevado a todos al matadero. Solo quedaba él.

DZ 4

Al carril de desangrado

Al carril de desangrado llega lo que de otro modo se perdería. Los canales confluyen en un gran depósito, emplazado en el centro de la sala de atronamiento. De ahí cualquiera puede servirse una taza roja o un vaso rojo o llenar una jarra de litro. Y también hay un almacén de pieles, y un cuarto de huesos, y un almacén de embutidos, y una cámara frigorífica para las grasas, y un salón de reposo con televisión y vídeo y revistas y acceso a Internet, y vestuarios, y aseos, y hasta un cuarto para pesarlos.

A los bebés

A los bebés zombis y a los zombis muy viejos y a los zetas que perdieron los dientes se les ayuda de este modo: se deshuesa y se corta y se enfría si es necesario a temperatura ambiente y se cuelga de ganchos y se desgaja el músculo de lo demás y se extrae lo que hay dentro y se coloca en montones y se limpia y se verifica que todo está bien.

A la sala de matanza

A la sala de matanza se la llama de atronamiento. Aunque a ningún humano aturde el sonido de los truenos. Tampoco se les tumba de medio lado y se les hiere en las cervicales con un punzón, ni se les golpea el cráneo con una porra. Llegan despiertos, sin escaldaduras, sin depilar, sin rascar, pero bien atados.

A las aves

A las aves les encantan los mataderos. Pero los pájaros son muy peligrosos para los motores. Chocan con los aviones e incendian los aparatos. Por eso este mataderozombi está emplazado tan lejos del aeropuerto, porque de lo contrario el cielo sería un campo de minas.

A favor del viento

A favor del viento y lejos de la ciudad. Esa es la ubicación correcta. Hay que evitar el ruido y el mal olor, las moscas y las ratas, las fotografías y las miradas curiosas. El acceso debe ser fácil y al mismo tiempo discreto. Los zombis lo quieren encontrar sin dar excesivas vueltas y los humanos que están fuera del matadero quieren convencerse de que algo así no existe.

A través de los conductos

A través de los conductos del aire acondicionado se distribuye el gas, impulsado por un motor de gasolina. No hay que hacerles creer nada. Nadie les dice que se trata de una ducha de desinfección. El gas llega a sus domicilios porque ellos conectan los aparatos. Alguien se dio cuenta de que sacarlos dormidos y trasladarlos así al matadero es mejos para todos.