DZ 11

El público esperaba un final (f)

El público esperaba un final. Había aumentado en número. Apenas quedaban asientos libres. El perro sacudió el lomo y salpicó de sangre a los que estaban cerca de él. El niño estaba tirado en el suelo, con las piernas abiertas en una posición imposible, y sin brazos. Sus labios habían virado al azul y sus mejillas a un desteñido color crema. Miraba a ninguna parte. Aún respiraba. Entré en el círculo de tierra. Me habían dicho que esos perros no mordían a los zombis, pero yo no estaba seguro. Mirando los ojos furiosos del animal, cualquiera habría dudado. El perro retrocedió. Quizá también quiso saber qué pintaba yo en medio de aquel espectáculo. Me agaché y acaricié la cabeza del chaval. Un pelo estropajoso, enmarañado, sucio. Luego hice aquello para lo que había entrado en el círculo de tierra: cogí la barra metálica con la que el niño se defendía y se la hundí en el cráneo.

Cuánto va a durar (e)

¿Cuánto va a durar esto?, pregunté. Lo que el chico diga o lo que el perro diga, respondió el guardián. Le habían entregado una barra de hierro para defenderse, de lo contrario la lucha habría concluido en pocos segundos, y al parecer el muchacho sabía cómo usarla. La cabeza del perro sangraba y el animal se había concedido un respiro. De cualquier modo, aquello iba a terminar deprisa. El niño no resistiría otro ataque. Quiero llevármelo, anuncié. El guardián meneó la cabeza. Me miró como si yo fuera uno de esos zombis idiotizados con los que no se puede razonar. Mira, dijo, el chico ya no está con nosotros, te parece que está, pero no está, está muy lejos, se marchó hace tiempo, ¿entiendes?, aquí solo quedamos nosotros y los perros.

Conseguí situarme en primera fila (d)

Conseguí situarme en primera fila. La cabeza del niño colgaba descuidadamente hacia delante y hacia los lados, como si no pudiera estarse quieta. Un hilo rojo emergía de sus labios y buscaba el suelo. Estaba sentado con las piernas cruzadas. Tenía arañazos en los muslos y mordeduras por todo el cuerpo. El perro le había arrancado la mano izquierda. Tiene aguante el chico, ¿eh?, dijo el guardián.

El guardián (c)

El guardián me enseñó la celda en la que esperaban turno los otros humanos. Reconocí enseguida al niño. Me detuve al pasar delante de él. Un chico cabezota. No quiso venir conmigo. Y había acabado allí, en el matadero. ¿Cuánto?, pregunté al guardián. ¿Cuánto qué?, replicó extrañado. ¿Cuánto queréis por el niño? El guardián se echó a reír. ¿Te parece esto un supermercado?, dijo. Me gustaría quedármelo, insistí. No puede ser. ¿Por qué no? Porque no. El guardián me cogió del hombro y me empujó hacia fuera. Ya no era amable. Lo último que dijo tampoco fue muy conciliador: Vosotros, los finolis de mierda, creéis que podéis venir aquí y tratarnos como si los idiotas que solo saben correr detrás de la comida fuéramos nosotros, pero estáis muy equivocados.

Me llevaron al teatro (b)

Me llevaron al teatro. Parecía un circo de juguete. Una jaula circular, y dentro, un escenario de cinco metros de diámetro, rodeado de bancos y sillas viejas y hasta mecedoras. Los miembros de las bandas hablaban a gritos y reían, mientras esperaban. Trajeron a uno de los perros atado con una cadena y lo soltaron en el círculo. Luego trajeron a una mujer, a rastras. Ella vio al animal y quiso huir, pero no se lo permitieron. Los zetas rugieron y empezaron a apostar acerca del tiempo que la mujer aguantaría.

Oí ladrar a unos perros (a)

Oí ladrar a unos perros y pregunté. Claro, son perros, nuestros perros, me explicó un zeta con un círculo rojo tatuado en el antebrazo derecho. Tenían a los animales en un pequeño edificio anexo al principal. Tras una puerta de madera alta y pesada descubrí las jaulas. Había un perro en cada una de ellas. Un vigilante se acercó a mí. ¿Quiere verlos?, no tenga miedo, nos gusta enseñarlos, dijo. Ojos amarillos, mates, hundidos en una depresión, y dientes que parecían cuchillas, también amarillos, escarpados, dentro de una boca torcida. Están sedados, me explicó, de lo contrario nadie aguantaría ni dos minutos en el matadero, del escándalo que montarían. Nuestros perros. Eran como algunos de nosotros, rabiosos y ciegos. Solo querían morder.