Anatomía Seis

Anatomía Seis: ahora, la moraleja, algo que siempre agrada a los padres de los jóvenes que leen. El entierro. El padre de la chica tuvo palabras de agradecimiento para todos. Gente buena. Como el amigo bueno, el que suponían que debió de estar al lado de su hija, apoyándola. No sucedió así, pero el amigo bueno recibió su homenaje, con placa conmemorativa incluida. Del otro chico, del que de verdad estuvo al lado de ella, nadie se acordó. Decidieron seguir convencidos de que el chico raro era un zombi.
Una noche, el padre despertó. Temblaba. Sudaba. Tenía experiencia, la suficiente como para saber que nadie es bueno, que los buenos van tan disfrazados como los demás, que los que van de buenos muchas veces son los peores. Se vistió, cogió un cuchillo de cocina, salió a la calle y buscó la placa de letras doradas. Con rabia, la raspó con el cuchillo, hasta que borró el nombre.

Arrugas

Arrugas zombis. Diminutas, casi microscópicas, imperceptibles. Cada vez que un zombi se acuerda de una humana (no para comer), le sale una. Hombres zombis acartonados, cartografiados como dolorosos mapas, envejecidos por la sal. Una vez, solo con un roce, sus pequeñas manos blancas borraron todos los surcos dibujados en mi piel muerta.

Silencio

Silencio. Los miembros de las bandas zetas ya no son los dueños de las calles. Las calles, ahora, están vacías. Han extirpado de ellas a los zombis, a los que las golpeaban como a putas. Rabiosos, heridos, salvajes, los miembros de las bandas se han escondido. Las calles ya no tienen sombras. Solo luces amarillas, calladas, muertas.