El planeta estalló

El planeta estalló. Era un globo terráqueo de cristal que colgaba del techo, en mitad de la pista de baile. Muchos humanos sufrieron cortes en la cara y en los brazos. Alguno se clavó un pequeño trozo del planeta en los ojos. Eran jóvenes y se sentían libres y retorcían las palabras retorcidas por los nuevos tiempos: matadero no era matadero, era abastoganado, pero para ellos tampoco era abastoganado, era mataydesuella, y emplazaban aquel nuevo sitio en cualquier parte, como por ejemplo, una discoteca. Como eran libres y zombis y les daba lo mismo escupir que morir y matar que reírse en tu cara, atrancaron las puertas, volaron el fanal de cristal y se volvieron locos allí dentro. Eran salvajes y retorcían las palabras retorcidas, pero el nuevo orden zombi les dio una tercera vuelta: la noticia fue que otra sala de fiestas se había incendiado por deficientes medidas de seguridad.

Una promesa

Una promesa. La humana le dijo al zombi que debían esconderse. Le propuso alquilar una casa en el campo, perdida en ninguna parte, a nombre de una amiga. Era lo mejor. Al menos por un tiempo. Abandonaré el recurso literario de emplear la tercera persona del singular, que impone una ficticia distancia y, la verdad, resulta algo engreído: escuché la propuesta de Vera, asentí y empecé a preparar la maleta. Cambiaríamos de aires.

Como un rayo

Como un rayo. Con una fuerza, una luz y una velocidad parecidas, así se propagan los comentarios de los vecinos, los familiares, los amigos y los desconocidos. Cualquiera, en el transcurso de unas pocas horas, puede pasar de buen tipo a sospechoso. En ese caso, recibe la visita de una brigada antizombi. Dicen que se los llevan a todos. Es suficiente con marcar cierto número de teléfono y hacer la denuncia.

Sucedió tan deprisa

Sucedió tan deprisa. Sebastián me dio a entender que nos habíamos encontrado por casualidad. Intercambiamos frases de compromiso, y cuando nos íbamos a despedir, se acercó y me dijo algo en susurros. Sabía lo que yo estaba haciendo, y no se refería a Vera, sino al diario. Una exageración, un delirio, un mundo paranoico, una ficción inconsistente, retazos de historias vacías. Luego empleó una metáfora poco original: fogonazos en una noche oscura. Y estas llamaradas en la que yo describo un mundo zombi resultan, según él, inconsistentes. Durante un segundo, solo uno, le concedí el beneficio de la duda: estos serían los apuntes de un loco. Pero ese segundo pasó y yo recuperé la cordura.

Cómo pude ser tan vulgar

Cómo pude ser tan vulgar. Uno de los nuevos guardianes de las calles me detuvo cuando iba a entrar en casa. Me pidió que le dijera en qué piso vivía y lo hice. En el bloque cinco y uno, piso dos y uno. Se marchó, satisfecho, y yo pude entrar en casa. Los números seis y tres están ahora prohibidos. Eran los números favoritos de Z Pop. Bandas agrupadas en miembros de seis o alguno de sus múltiplos (la banda por excelencia la integraban dieciocho zombis, seis más seis más seis). Los humanos entraban de seis en seis en la sala de atronamiento del matadero. Los carriles de desangrado eran seis. Tres líneas de autobuses conducían al matadero, con seis paradas cada una. Así con todo. Ahora las parejas no tienen tres hijos, sino dos y uno. La palabra matadero ha desaparecido de los diccionarios, ha sido reemplazada por abastoganado.

Sebastián organizó una fiesta

Sebastián organizó una fiesta. Ha terminado el plazo, me dijo. Yo no había acabado con aquel asunto, a pesar de sus advertencias. Sebastián. Por fuera parecía el mismo. Su casa y sus fiestas, también. Cabezas humanas pintadas de verde, amarillo y azul, ensaladeras de manos, cremas muy suaves. Nada modificaba sus viejas costumbres. Entendí entonces qué cualidad sobresalía en él por encima de las otras: sabía detener el tiempo. Ha terminado el plazo, repitió. Como si yo no le hubiera escuchado cuando lo dijo la primera vez.

Viajó

Viajó. De los correccionales a las casa de adopción, en las que mordió a gatos y señoras. De ahí a prisión, cuando cumplió diez y ocho. Con veintidós, Z Pop le sacó de la cárcel y lo nombró guardián del matadero. Con veinte y uno y dos más, los hombres le temían. Aterrorizaba a los viejos, mordía a los niños, pateaba a las mujeres, pateaterrorimordía a cualquiera. No llegó a acabar sus veinte y uno y dos más. Alguien le reconoció por la calle. A él, al famoso ex guardián del clausurado matadero. Lo pateaterrorimordieron las bandas. En un sótano. Por turnos. Una banda cada noche, sin llegar nunca a matarlo. Sí, viajaba un poco cada noche, pero siempre veía amanecer. Los veinte y uno y quién sabe qué más siempre en el horizonte, con promesas de viajes y atardeceres igual de perros. Hasta que un buen día, antes de los veinte y súmale uno al dos y uno más, rompió el billete pateaterrorimordiendo su palpitante corazón zombi.

Me presentaron a un zombi

Me presentaron a un zombi que vivía en el campo. Su pareja era humana: noventa y tres kilos para rellenar una altura de uno sesenta y cinco centímetros, permanente sonrisa, bigote sin depilar, cabello negro hasta la cintura. Se llevaban bien. Se les veía felices. Tenían una casa de dos plantas y un huerto. Y una contrucción que parecía un invernadero a la que llamaban la conejera, dentro de la cual se desnudaban y hacían el amor (en mil doscientas cinco posturas diferentes, en febriles maratones que duraban varias horas). Centenares de conejos los miraban. Luego se reproducían mejor. Como conejos, bromeó la mujer. El chiste era demasiado obvio y ella quiso mejorar el comentario. Añadió que desde que vivían así, al amor de su vida (se refería al zombi, digamos, vegetariano) nunca le faltaba qué echarse a la boca.