Soñé que nos habían enterrado

Soñé que nos habían enterrado. En mi sueño, el edificio del matadero se desplomaba sobre nosotros. Luego empezó a llover sangre, sangre de la tierra, como lluvia, lluvia invertida que caía hacia lo alto, hacia un cielo inundado de rojo, de rojo en gotas, gotas inquietas como lágrimas. Y nosotros, los vivos y los no vivos, los sepultados bajo los escombros, permanecíamos inmóviles, casi sin respiración. Ni siquiera pestañeábamos.

Durante nueve meses

Durante nueve meses fue niño en el vientre, y al nacer fue ya un hombre (sin sentido, sin medida, sin proporciones), y luego maduró y se convirtió en zombi (y entonces escribió bien y se aplicó, y las cosas se ajustaron a sus significados). O puede que siempre fuera un hombre y también desde siempre fuera un zombi y entonces nunca creció. En ese caso, aquellos nueve meses no sirvieron de nada: lo único que aprendió fue a masticar bates de béisbol y a golpear manos ciertas y desvanecidas y solas con sus dientes y a reventar luces amarillas con su lengua nocturna y tan oscura como una placenta. La oscuridad, ¿saben?, la oscuridad. Asusta y confunde.

Engendró un vástago extraño

Engendró un vástago extraño. Tenía vello en las plantas de los pies. Las palmas helaban los dedos de quienes las rozaban. Sus muslos y antebrazos parecían haber nacido ya mordidos. Destrozó al nacer el canal del parto con sus dientes zombis. Qué diría el orgulloso padre del monstruo si pudiera verlo ahora, en una mesa de disección, pelado y abierto como una fruta, junto a sus hermanos.

El suelo se hundió

El suelo se hundió y dejó al descubierto una cámara subterránea. Caricaturas de hombres. Huesos y piel. Los últimos hocicos con vida que quedaban por reventar. Los últimos guardias zombis debieron olvidarlos. Desnutridos, sucios, apartados del sol zombi y del agua y del aire polvoriento y de las nubes rojas, hasta de las botas de los vigilantes. No hay victoria en el matadero. Ni siquiera ahora, que está reducido a escombros. Nadie puede contarlo. Lo saben los bates de béisbol que empuñan los nuevos guardianes de las calles: hombres que aplastan hombres que nunca debieron existir, porque el matadero no conoce supervivientes.

Había hablado de más

Había hablado de más. También había escrito de más. Sebastián lo conoce todo de mí. Mis gustos culinarios. Mi humor, que no es humor. Mis errores. Mi bisoñez, de la que se habrá reído en silencio. Dónde vivo. Quién es ella. Todo. Sebastián se comportó siempre con mucha educación. Mi amigo, permanentemente encerrado dentro de un inmóvil horizonte. Descolorido, irreprochable, prudente. Debí haberlo supuesto. Los que parten en dos los cuerpos siempre van desarmados. Los implacables nunca se ensucian las botas al pisar entre los charcos rojos. Sebastián, zombi en la sombra. Me siento como si primero me hubiera cortado la lengua y luego la hubiera colocado en su plato.

La Iglesia del Cielo Eterno

La Iglesia del Cielo Eterno tiene su propio canal de televisión. Anuncia a través de él la buena nueva y emite las nuevas canciones. Ha propuesto como mártires a aquellos miembros de la Iglesia que fueron devorados por zombis. Los fieles también se juntan en bandas, y patrullan las calles amarillas y biliosas, las de las farolas despiertas. Escriben un tercer testamento bíblico. En él se narra un apocalipsis zombi. Se consuelan con el fin de los tiempos: los no vivos llenarán el infierno y los fieles de la Iglesia del Cielo Eterno arrojarán piedras desde lo alto.

Una carretera muy larga

Una carretera muy larga. Por ella desfila el féretro de Z Pop. La gente, apostada a ambos lados de la calzada, al paso del vehículo aúlla, escupe, grita, insulta, orina, lanza dentelladas, hace gestos desagradables. Como si nunca hubiera cantado sus canciones. Como si nunca le hubiera votado. Ni tampoco vitoreado, en ese mismo coche y por esa misma carretera. Parece que fue ayer porque fue ayer. Cuando nuestro líder y maestro y tirano zombi estaba vivo.