Hombros

Hombros. Vera continúa tumbada en la cama con los ojos cerrados. La luz del sol se filtra hasta sus hombros. Sus hombros hablan, siempre hablan. Entran y salen de mí como quieren. Parecen frases que empiezan por cualquier palabra y se abandonan a capricho. Me acerco a sus hombros, abro las alas de la nariz e inspiro todo lo que puedo. Envidio la naturalidad que tienen: sus hombros son muy confiados. El sol se hace por completo visible en la habitación. Se refleja en el metal de sus hombros y me deslumbra. Ya que soy esclavo de sus hombros, me pregunto si al menos voy a poder sacar al sol de mis córneas.

El zombi (VI)

El zombi se puso sentimental: Una vez me ocurrió algo parecido a lo tuyo, hice recuento y me llevé una sorpresa. ¿Cuántas veces, desde que nos conocíamos, ella me había preguntado si yo necesitaba alguna cosa? ¿Alguna vez dijo al verme algo como qué tal estás? ¿Cuántas veces me buscó cuando tuvo un problema? ¿Confiábamos el uno en el otro? ¿Nos sincerábamos el uno con el otro? Después de contestar negativamente a todas esas preguntas, no me quedó otro remedio que aceptarlo. Así que no se te ocurra llorar por él.
El zombi le dio un pañuelo, para que se limpiara. El joven había respondido que prefería que se lo hiciera a ella, y ahora a la chica le faltaba el meñique de la mano izquierda.

La chica (V)

La chica no sabía qué contestar. Su secuestrador parecía bastante loco. Ella miró la nuca del joven, en la que destacaba un lunar plano y marrón con forma de isla que ella soñaba con acariciar. El zombi meneó la cabeza. Ella no responde y tú no te la mereces, le dijo al joven. Castañeteó los dientes como si masticara aire. Luego sujetó y levantó la mano izquierda del chico y le preguntó: ¿Te muerdo o le arranco uno a ella?

Orejas

Orejas. Apéndices zombis fríos, casi inútiles. Pero sin ellas, yo parecería un monstruo, y las orejas de Vera se escabullirían de mí cuando me vieran mutilado. Mis dientes rechinan por culpa de las orejas, por lo solas que están, por lo que lamentan no poder rozarse ahora con las de Vera, más calientes y blancas que las mías, y después de rechinar, lloran. Lágrimas que nacen en los dientes y caen en cascada a través de las comisuras de los labios. Los humanos, tan ciegos, se equivocan: no es saliva de zombi.

El profesor (IV)

El profesor al que habían arrancado la nariz y mordido en las pantorrillas estaba en el patio. Estaba solo y no podía escapar. Lo habían atado con una cadena al tronco de un árbol. Nadie podía ayudarle. Los zombis habían amenazado con masacrar a los rehenes si alguien intentaba un rescate. Entendieron de qué iba aquello unas horas después. Los zombis sacaron a dos chavales al patio y los ataron con cadenas. Luego desataron al profesor al que antes habían mordido. Las cámaras lo emitieron en directo: los gritos de los dos jóvenes mientras el profesor, transformado en zombi, los devoraba.

La chica (III)

La chica le pasó un papel doblado en cuatro partes. El joven lo miró asustado. ¿Qué quería aquella loca? Los zetas lo habían dejado claro: nada de hablar entre ellos, ni levantarse de los pupitres, ni mucho menos intentar escapar. Eran rehenes. Y solo había un castigo para el que desobedeciera. Ella estaba a punto de romper a llorar. Señaló el papel con unos ojos que suplicaban al joven que leyera aquella nota. Se interpuso entre ellos el zombi que los vigilaba, que cogió y desdobló el papel. Chica mala, dijo mientras lo leía. Luego añadió: Yo te sacaré de dudas: no.

Labios

Labios, quería morder sus labios, acariciar sus labios con mis dientes zombis, perderme en su boca, hundirme en la humedad y en la penumbra, besar a la humana desde el interior y convencerme de que nada más necesitaba morder, de que yo no volvería a alimentarme, de que seguiría allí, entre sus labios: me saciaría o me ahogaría en ellos.

La cuestión (II)

La cuestión era que tenían como rehenes a ochenta y tres adolescentes, a cinco profesores, a una mujer de la limpieza, a un celador, a tres administrativos y al director del instituto. Y lo que debían entender era que, ante todo, querían mucha atención. Estaban allí para que los miraran y grabaran, para que vieran lo que eran capaces de hacer y luego decidieran si existían o no.

La chica (I)

La chica le entregó una invitación al adolescente que se sentaba dos mesas por delante de ella en clase. El muchacho enarcó las cejas. Sujetó la entrada con dos dedos como si fuera a picarle. ¿Y esto?, preguntó. Academia de Ballet Pájaro de Fuego, dijo ella. El muchacho no entendía lo que le quería decir. Las alumnas de la academia damos una función el viernes y nos han dado dos invitaciones a cada una, explicó la chica. Ah, dijo él, y se dio la vuelta, dándole de nuevo la espalda. Enseguida se giró y preguntó: ¿Y cómo es que bailas? Me gusta, dijo la chica con una sonrisa. Pero estás un poco gorda para el ballet, comentó el joven. Ella dejó de sonreír. Ni siquiera había malicia en la manera que había tenido de soltarlo. Dejad eso para el recreo, dijo el zombi. Ambos se quedaron mudos. Era un miembro de una de las bandas zetas. Le había arrancado la nariz al profesor y la había colocado encima de la suya, como si la del maestro perteneciera al disfraz de un payaso.