DZ 8



Las últimas casas (f)

Las últimas casas. Tras ellas destacaban unos árboles de copas densas y tallos en hilera, y savia roja en lugar de blanca. El terreno escabroso, seccionado por canalillos naturales que había formado la lluvia y por los surcos de las máquinas, me miró. Sí, el suelo me miró. Y también al niño, que se alejaba en silencio. Se perdió entre las ramas, tan grises como los edificios, y entre los chillidos, hirientes y distantes.

Podríamos (e)

Podríamos coger un coche, insistió el niño. No respondí. Yo creo que es mejor que andar, dijo él. Me detuve y di media vuelta. El niño también se paró. ¿Sabes caminar en silencio?, le pregunté. Reanudamos la marcha. Veinte minutos después habíamos llegado a las afueras de la parte este de la ciudad. Ahí se acababa todo. Tú decides, dije. Crees que podrás arreglártelas solo, pero yo creo que te equivocas. Es tu última oportunidad. Puedes volver conmigo o marcharte.
No sé para qué solté el discurso. El niño lo tenía decidido desde que dimos el primer paso. Eres uno de ellos. Eso fue lo último que dijo.

La calzada (d)

La calzada estaba cortada por cuatro coches volcados que formaban una barrera. A ambos lados de la misma yacían los restos desperdigados de varios cuerpos. Manos, dedos sueltos, piernas cercenadas, conductos membranosos flácidos, descosidos como morcillas. El niño rodeó el obstáculo sin inmutarse, como si esa escenografía existiera desde siempre y estuviera aburrido de ver muchas parecidas.

Pocos edificios (c)

Pocos edificios, destartalados antes de que comenzara todo. Empalizadas altas, estáticas y mudas desde la distancia, que parecían apartarse cuando las alcanzaban. Si alguien quedaba en esas construcciones, parecía haberse ocultado. Tampoco nos cruzamos con quien tuviera parecidas incertidumbres o no supiera dónde refugiarse. Tampoco nos encontramos con los que corrían. Oímos algunos chillidos, pero muy lejanos. ¿Sabes conducir?, preguntó el niño. Sí, respondí. ¿Y no sería mejor robar un coche? No. ¿Por qué? Porque el ruido los despierta. Y también lo oyen los otros, los de los perros. Aún no sabía de quiénes hablaba, pero me daba miedo preguntar.

Me dijiste (b)

Me dijiste que no eras uno de ellos, dijo el niño. Esperé inmóvil y de pie a que él se decidiera a irse o a escucharme, si es que yo estaba dispuesto a dar explicaciones o tenía alguna que dar. ¿Eres de los que juegan con perros?, me preguntó. No sé de qué hablas. Tú no sabes ni donde tienes el culo, replicó. Intento ayudarte. Y un mojón. Entonces, ¿qué es lo que he hecho hasta ahora? Engordarme, supongo, porque, a ver, ¿cuándo ibas a llevarme al matadero? No voy a hacer eso. A los que son como yo, te los comes, pero a mí dices que me cuidas, ¿qué haces, eh?, ¿qué haces? No supe qué responder.

El niño salió (a)

El niño salió de un supermercado con tres latas de fruta y seis de atún que metió en su mochila. Miró hacia el callejón en el que antes descargaban camiones y dejaban bolsas con alimentos caducados, en el que los restos pútridos se agolpaban formando una torre desordenada de basura. Cuando el niño se dio cuenta de que un zombi se le acercaba, miró hacia el callejón maloliente, como si calibrara la posibilidad de echar a correr en esa dirección. Luego desvió los ojos hacia la calle abierta, que parecía mejor lugar por el que escapar. No corras, le dije, yo soy el que te sigue y ya sabes que no voy a hacerte daño. Eso es lo que tú quieres creer, respondió. Y yo lo miré como si de repente él hubiera crecido y tuviera cuarenta años y el niño fuera yo.

DZ 7

Sexto paso

Sexto paso: Lavado a fondo. Colocación en el carril de alimentación.
(Desde aquí oigo cómo varios puños castigan una puerta. La acabarán derribando.)
(Miedo de que caigan las cuerdas de un violín. De que lo hagan los dedos que las presionan. O la mano que sujeta el arco. O de los arcos sin crines que golpean los hilos vivos.)

Quinto paso

Quinto paso: marcado de las costillas. Separación del resto de vísceras.
(Miedo de que el archipiélago en el que me encuentro continúe soñando con un arrabal para una milicia de aparecidos.)

Cuarto paso

Cuarto paso: apertura de las caderas. Extirpación del ano y del colon.
(Miedo. Por primera vez. De abrirme paso rompiendo ombligos. Miedo del barro. De la mezcla de sangre, baba, arcilla y calcio de los huesos.)

Tercer paso

Tercer paso: desollado. Corte de los brazos. Serrado de los genitales en hombres.
(Me incordiaba el frío. En el exterior la temperatura era agradable. Un cálido mes de las flores. Oí un chillido tan agudo y cortante como la rueda de un coche que frenara a destiempo.)

Segundo paso

Segundo paso: corte de los muslos. Corte de la cabeza, separándola del cuerpo. Extirpación de la lengua.
(Pasé entre mesas sin recoger. Restos fermentados de comida y moscas que los sobrevolaban. Caminé hasta la cámara frigorífica en la que se guarda la comida para los prisioneros. La abrí y entré en ella. Dejé una paloma muerta en una de las baldas.)

Primer paso

Primer paso: degüello, después del transporte y del posterior lavado.
(Entré en el edificio y me dirigí a la cocina, situada en la misma planta, justo detrás del comedor, y enseguida me recibió un olor a podredumbre.)

DZ 6

Le arañaba los brazos

Le arañaba los brazos, pero la mujer se centró en sujetarle la cabeza. Quería evitar que el zeta le mordiera. Ella empujó con las dos manos hacia arriba al tiempo que el zombi empujaba en dirección contraria. Le golpeó entonces con una rodilla en la ingle, pero el zeta no pareció sentir dolor. Ojos vidriosos, apáticos, vacíos, desnudos, y también perseverantes, insaciables. Dejé de mirarlos. Ella giró el cuerpo y cambió de postura, situándose encima de él. Cuando pudo ponerse en pie, le pateó el abdomen y el tórax, pero el zombi logró morderle una de las pantorrillas.
Imágenes que llegan sin avisar. Una procesión de cruces que viaja en decenas de barcas y colmará el agua de ruido, rostros ensombrecidos y difuminados entre aguas negras. Ahí termina la historia.

Recluido

Recluido dentro de una urna. Como si eso sirviera de algo. Como si alguien pudiera esconderse. Como si la anestesia de los sentidos, dentro del habitáculo insonorizado de mi cabeza, no se rebelara desde dentro y emergiera en cada respiración, infestando el aire de congoja. Como si fuera mejor no despertar. El proyecto asegura que la finalidad del matadero es alimentar a los zetas más débiles y a los incapacitados. Esta algarabía de patio de colegio sin profesores desdice tal aseveración: unos humanos corren, otros tratan de esconderse, otros chillan, mientras un rebaño de zombis, vomitado de la nada, hace todo lo posible para recordarme lo que soy.

Simples

Simples. Los de toda la vida, la sangre pura. Lo que todos deberíamos ser, dicen los nuevos teóricos de la zombilogía. Cerca de un ascensor, uno de ellos arrastra la pierna izquierda. Está muy sucio, manchado de hierba y barro, y vestido con harapos. El humano corre en dirección opuesta. Es joven y está en forma, pero ese no es el problema. Los simples nunca están solos. Una tropa pestilente, semidesnuda y hambrienta que aparece y desaparece sin un compás previsible. El humano no puede escapar. Lo sujetan varias manos, lo desgarran, lo devoran.

Por encima de todo

Por encima de todo resalta el silencio. Eso graba una ligera presión en el entorno. El mismo de los últimos días. También en la ciudad, no solo aquí. Silencio roto por estampidas. Silbidos encadenados e intermitentes en los que el sueño y el hambre se arrugan.
Miro hacia lo alto. Azul limpio recortado entre las copas de los pinos y la fachada del edificio principal del matadero, en la que sobresalen los balcones de las habitaciones de invitados. Bajo los ojos hacia la mujer que yace en el césped, desarreglada, como un jarrón que estalló en mil pedazos al caer desde una altura considerable. Tal vez prefirió suicidarse antes que ser devorada.

Días repetidos

Días repetidos, despoblados, mustios. Se acopian en un calendario sin fechas y tiñen de gris la mansa luz de un cielo que lo mira todo desde lo alto. Como si nada diferente pasara en esta tierra, donde unos zombis han construido un matadero. Sebastián también ha sido invitado, como yo, a este sitio dejado de la mano de ZZ. Venimos a una degustación. El cielo, dice mi amigo al llegar, también se ha quedado dormido.

Una paloma

Una paloma yace en el suelo, a medio metro de la ventana. Me fijo en una mancha rojiza y pequeña que hay en el vidrio. Luego vuelvo los ojos hacia el pájaro muerto. Veo entonces el hilo rojo que colorea el pico del ave, y el cuello, que tiene un ángulo antinatural. Como si las palomas también hubieran enloquecido. Como si fueran incorpóreas y pudieran atravesar las paredes y los cristales de los mataderos sin lastimarse.